Más allá de una lápida

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Microcuentos

Dos veces por semana. Hacía ya algún tiempo que aquel hábito pasó a ser una rutina. Los lunes y los jueves eran los días del ritual. El lunes es un buen día para empezar a hacer algo, por aquello de que empieza la semana, y el jueves, como ya casi se acaba, es como si, de alguna manera, pudiéramos adelantar el fin de semana. Todos los lunes y los jueves de los últimos diez años acudía al cementerio de un pequeño pueblo de la costa.

 

 

Cuando él vivía había dejado dicho que quería ser enterrado allí, en lo alto, para mirar la vida de los vivos con la perspectiva que te dan la muerte y las alturas. En aquel pueblo vivió su niñez y allí quiso vivir su muerte. Siempre estuvo convencido de que la vida iba más allá de lo que conocemos. Hablaba de los espíritus y las sombras con una certeza casi absoluta y todo aquel que le escuchaba no era capaz de cuestionarle ni una de sus palabras.

 

 

La tumba era sencilla y clásica. Mármol frío, quizá demasiado. “ 1.960/1.997. J.C.C.” y nada más. Un ático, como él mismo le llamaba, con vistas al mar. Lo que no pudo comprar en vida se lo proporcionó la muerte, una macabra ironía. Y a  sus pies, cada lunes y cada jueves, siempre una mujer. Una imagen lánguida, tenue, frágil, casi etérea. Como un elemento más del paisaje, junto a las flores marchitas, los crucifijos y los panteones, aquella pequeña mujer se sentaba varias horas cada día sin pronunciar palabra. Bajaba la mirada, entrelazaba las manos, se encogía y parecía abandonar su cuerpo allí mismo, durante horas, mientras dejaba libre su espíritu. Cuando la veía allí, ausente, rozando lo inerte, me gustaba imaginar que su vida, en ese instante, transcurría en otro plano. Imaginaba que J.C.C. la esperaba con los brazos abiertos y que, ambos se fundían en un abrazo. Imaginaba que los dos iban vestidos para la ocasión, elegantes y radiantes y que, durante horas, bailaban por los pasillos del campo santo sin que nadie pudiera verlos, sin que nadie fuera capaz de adivinar qué era lo que, en realidad, ocurría cada lunes y cada jueves en el cementerio.

 

 

 

 

 

Yo estaba demasiado acostumbrado a la tristeza ajena. Mi trabajo de enterrador o encargado del cementerio me mostraba el rostro del dolor casi a diario pero a la vez me enseñó a traspasar la barrera de lo mundano con gran facilidad. A menudo fantaseaba con las bonitas historias que se escondían detrás de cada uno de esos rostros desencajados, detrás de cada una de las inscripciones lapidarias. De alguna manera lo necesitaba. Me resistía a vivir sólo el final del cuento, un final que, en aquel escenario, siempre era el mismo, la muerte. Inventaba historias de amor, de risas y de vida. Les daba color a sus ropas, ilusión a sus miradas y alegría a sus corazones. Me convertía en inventor de historias, como el escritor que crea a su antojo personajes y situaciones y les concede el privilegio de sentir emociones. Mis historias siempre eran bonitas, felices, casi ñoñas. La realidad siempre me ofrecía el contrapunto, aunque no se lo pidiera. Y todo ello hasta que la muerte me visitó a mí. Entonces pasé de narrador de la historia a protagonista, entonces comprendí que el color de la muerte es el del arco iris y el sonido el de la música. Nada era gris, ni triste, ni sombrío, ni insípido. Todo cobraba una dimensión inexistente en el mundo de los vivos, que quizá por ignorancia o quizá por miedo, cierran sus ojos a lo que no son capaces de ver, porque si lo hicieran, llorarían de pena al comprobar que su mundo realmente  es el que muere a cada minuto de ira, de odio, de rabia o de violencia.

 

 

Y allí estaba él, J.C.C., mirándome y sonriendo, con la mirada de un viejo conocido que, tras años de ausencia, te vuelve a ver. Satisfecho de encontrarme en esta realidad y dándome la bienvenida con su mirada. Pero no estaba sólo, de su mano, su compañera, la que cada lunes y cada jueves le venía a visitar. Aquella frágil y apagada mujer que ahora lucía con luz propia, como si éste fuera realmente su lugar, como si una burla del destino la tuviera atrapada a la espera de su tren. Ambos bailaban y se abrazaban, como yo tantas veces imaginé, y al mirarles, ambos me hicieron comprender lo inmenso del amor, que es capaz de no morir aunque lo entierren. Me hicieron comprender que la muerte  a algunos les hace libres y otros hasta les hace felices, pero a todos nos hace iguales. Ambos me hicieron comprender qué equivocados vivimos al pensar que la vida es sólo lo que conocemos.

 

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